Así parece haber visto Boris Izaguirre
la década pasada, la de la riqueza de la que ahora solo quedan
recuerdos y un dificultoso camino del que no termina de atisbarse el
final. Y de sus observaciones y experiencias ha surgido su nueva
novela: Dos monstruos juntos (Planeta) que narra la historia del
ascenso y posterior encontronazo con la realidad de la pareja formada
por Alfredo y Patricia, dos seres tocados por la divinidad del éxito.
Cocinero de éxito, él, compañera cual muleta ideal, ella. Una
historia de amor, egocentrismo, dependencia y acomodo que les lleva
de Barcelona a Nueva York, Londres y Haití. Una historia como la de
muchas parejas que se quieren en la opulencia y se convierten en
extraños cuando los vientos no son tan favorables.
Su último trabajo refleja la crisis
que vivimos, una situación que se extiende como una mancha de aceite
que lo impregna todo, valores incluidos. “¿Llegamos a la crisis
por la pérdida de valores o es al contrario? ¡Hum! Como decía
Whitney Houston sobre sus adicciones 'un poquito de todo' -y no puede
evitar una sonrisa- Nos hemos acostumbrado a ver tantos casos de
corrupción... La máquina de hacer dinero saltó en pedazos y siendo
europeos, blancos, leídos y universitarios, nos asombró descubrir
que teníamos tanto pillaje en nuestra cabeza. Y es lo mismo que ha
pasado con los valores, que al final ha prevalecido el egoísmo. Yo
creo, y también mi marido, que el amor es lo contrario al egoísmo,
pero es muy difícil eliminarlo porque el amor necesita de esa lucha
y de esa dosis de egoísmo para subsistir”.
-A sus personajes les vale aquello del
fin justifica los medios, ¿alguna vez seremos seres dignos?
-Yo creo que no, y si llega nosotros no
lo vamos a ver. Lamentablemente, sin quererlo, contribuimos a ver
divertida esa falta de dignidad, hemos sido caóticos y desatados, y
recordaremos: '¡Qué bien lo pasé portándome mal!'. Pero ahora
vamos a ser pobres.
-¿Quiénes son Alfredo y Patricia?
-Una pareja que se conoce en Barcelona,
va a Nueva York y desde allí a Londres. Son de esos españoles que
crecieron en la década de la abundancia, que se comían el mundo,
hablaban varios idiomas, no tenían una necesidad de demostrar un
pasado de miserias y luchas, sino que venían con todo puesto. Esos
españoles surgieron al calor de la Expo y los Juegos Olímpicos. Son
los que yo he conocido y quería hablar de una generación que, ahora
con la debacle que vivimos, se han estampado contra la pared después
de haber ido a mucha velocidad.
En esa velocidad de vértigo, la alta
gastronomía española ha jugado un importante papel, convirtiendo a
sus exponentes en gurús de una sociedad que había despegado con
mucha fuerza y esa imagen le sirvió al novelista para retratar a uno
de sus personajes como chef conocido y triunfador. Hedonismo en
estado puro, el problema llega cuando hasta “El agua mineral se
puede convertir en un lujo -dice el autor- la comida, es efímera
pero la preparación no. Nos acostumbramos a una serie de palabras
que antes no habíamos usado, ahora todo el mundo dice emplatar y
parecía normal en un estado de riqueza que creíamos en poder de
todos y que, además, pensábamos que nos lo merecíamos, y ese es el
principal problema que uno no puede sentirse nunca merecedor de nada.
Esa fascinación por el chef, como figura, sí que encierra una
sensación de demostrar una riqueza que en el fondo es tan endeble
como el propio paladar, que termina siendo solo un recuerdo y eso es
lo que importa, el recuerdo, lo que genera cualquier tipo de
reflexión y de análisis. La riqueza es hoy un recuerdo, igual de
efímero que la alta gastronomía”.
Pero Boris va más allá y no se queda
en una mera observación del ascenso y posterior derrumbe económico.
A Boris le gusta observar, aprender, y se recrea en las
personalidades de Alfredo y Patricia para explicar un universo tan
vasto como privado: el de la pareja, los dos monstruos que dan título
a la novela porque “todas las parejas están hechas de pequeñas
capas, muy bien construidas, muy cuidadas, de las que se espera que
nunca vayan a abrirse y ellos lo único que hacen es ir quitando esas
capas”.
Por eso, para su autor “es una novela
de delitos y faltas, de confesiones y pecados” y al referirse a
Patricia dice de ella que “Le encanta poner en riesgo la relación,
porque saber que así la tiene más segura. Son de ese tipo de gente
que está muy acostumbrada a arriesgar y, al mismo tiempo, saben que
ante el colapso hay que lanzarse totalmente, sin paracaídas”. Y
Patricia, que espera un final feliz como el beso colectivo que
simbolizaba el fin de la Segunda Guerra Mundial, así lo hace pero
“lo grave es que no estamos en el principio de ninguna nueva época,
ahora no surge nada, solo el shock, por decirlo de una forma suave”,
asegura el novelista.
A Boris Izaguirre, más conocido por el
gran público por su personalidad traviesa en las intervenciones
televisivas, se le ve cómodo en su faceta literaria. Cómodo y muy
profesional y su trato exquisito, en las distancias cortas, ayuda
mucho y él lo sabe, pero no se le intuye pose. Simplemente parece
así. No se disfraza de nada, ni disimula. “Lo que escandaliza es
mi honestidad -contesta a la pregunta sobre el yin y el yang tan
visibles que destacan en él- para mí es muy difícil transmutar mi
honestidad en otra cosa y creo que es un gran error, debería tener
la capacidad de convertirla en un atrezzo más y eso choca muchísimo,
pero soy un hombre muy curioso, me gusta aprender y dejarlo por
escrito. Para mí, lo más importante de mi vida ahora son las
columnas que escribo para El País, porque toda la semana estoy
pensando sobre qué voy a escribir, cómo lo haré, y eso me tiene
fascinado como hacía mucho tiempo que no me fascinaba algo”.
-¿Qué quiere ser de mayor?
-Yo no pude ir a la Universidad porque
empecé a trabajar muy pronto, escribiendo guiones de televisión y
tenía muy claro lo que quería hacer, pero nunca se ha erradicado en
mí el deseo de estudiar, veo la televisión así, y voy como oyente,
como un gran oyente.
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